¿Confianza o desconfianza en los jueces?
Se ha difundido, profusamente, un documento en el que se critican
instituciones y modalidades que constituyen aspectos parciales del Proyecto de
nuevo Código Procesal Civil.
La circulación de un trabajo de estas características —en adelante, “el
Documento”— no puede sino ayudar a mejorar el resultado legislativo, porque
todas las opiniones de buena fe, constituyen aportes que deben considerarse,
aún a despecho de una suerte de altiva reacción que se intuye en los términos
del que analizo, frente a lo que el redactor pareciera entender como la
incursión del legislador, en feudo ajeno, sin anuencia del dueño.
En sabido que la acertada solución del conflicto sometido a la decisión
jurisdiccional evita el riesgo, siempre latente, de la autotutela, práctica que
si se difundiera, derribaría los cimientos de la convivencia pacífica.
Se explica, de este modo, que el artículo 76 de la actual
Constitución haya otorgado cabida al denominado principio de la
inexcusabilidad, antes relegado a mera norma legal: se trata, en esencia, de la
proscripción definitiva del viejo instituto canónico del “ non liquet ” que
autorizaba al juez para dejar de decidir el conflicto, entre otra razones, por
falta de prueba suficiente.
Lo expuesto, torna comprensible y valedera, la adopción del
criterio de distribución de responsabilidades en la producción de la prueba,
para imponer consecuencias gravosas al que, encontrándose en la hipótesis legal
que exige probar, falla en el intento. Nadie discute sin embargo, que una
sentencia desestimatoria por insuficiencia de prueba, no atiende a una efectiva
concepción de justicia, sino, meramente, privilegia el valor seguridad. El
ardor con que se comentan en el “Documento” estos temas, queda en evidencia
cuando, tras afirmarse que el Proyecto recoge lo que se ha denominado la noción
de “las cargas probatorias dinámicas”, afirma que se trata de “una agresión a
la seguridad jurídica” sin que, por el contrario, se formule la menor
referencia, ni a la excepcionalidad del instituto ni —en lo que resulta lo más
tristemente elocuente— a la justicia de la decisión a la que por esta vía se
apunta ni, mucho menos, aún, al inexcusable rol que cabe al juez en la tarea de
alcanzarla.
Más de siglo y medio después de la entrada en vigencia del art. 1698 del C.
Civil, parece difícil no advertir la clara limitación del precepto, cuyo afán
regulador se agota, exclusivamente, en la prueba de las obligaciones y que “el Documento”
parece olvidar cuando, sin matices, sostiene que “las reglas de la prueba son,
ante todo, normas de derecho sustantivo (…)”.
En los procesos jurisdiccionales, sin embargo, la condición
fundamental e ineludible, para que siquiera se llegue a pensar en actividad
probatoria es la existencia de hechos controvertidos: la ausencia de
controversia sobre los hechos dispensa de todo afán probatorio.
Estas simples reflexiones conducen a una conclusión que, no por evidente, ha
sido aceptada o incluso advertida por todos. Ella consiste, simplemente,
en que el imperativo probatorio, que desde Goldschmidt, ya nadie duda en
denominar “la carga de la prueba”, importa una actividad referida a los hechos
del pleito y, no a las obligaciones.
Las normas procesales regulan la actividad que deben verificar los justiciables
y el juez, ellas y no las civiles, determinan cómo se prueba. Ellas indican que
no existen otros límites al empleo de medios de prueba, que aquellos que exigen
rechazar los ilícitos y los proscritos por textos expresos de ley y, son estas
mismas normas, las que confieren a los sentenciadores, las amplísimas
facultades ponderadoras comprendidas en el actuar con sana crítica, por lo que
sólo con un exceso de voluntarismo, se puede afirmar que las reglas de la
prueba son de derecho sustantivo.
¿Cómo puede ser norma de derecho sustantivo, la que dispone que “todos los
hechos y circunstancias pertinentes para la adecuada solución del conflicto
sometido a la decisión del tribunal, podrán ser probados por cualquier medio
obtenido, ofrecido e incorporado al proceso, en conformidad a la ley”?
Esta regla, común en nuestras leyes, reproduce la fórmula que la ley 18.857
introdujera al Código de Procedimiento Penal, incorporando el artículo 113 bis,
que autoriza acreditar hechos “por cualquier medio apto para producir fe”
Los aspectos fundamentales esgrimidos para defender la militancia del derecho
probatorio en el derecho sustantivo ya no persisten. No determina esta
normativa civil, como antes, el valor de las pruebas, materia entregada al sano
razonamiento judicial, realidad que el Proyecto recoge con la calificada
excepción del instrumento público. Hoy se admiten todos los medios de prueba,
salvo, los ilícitos, como se adelantara, ni tampoco corresponde al ámbito
civil, establecer a quien corresponde probar los hechos del juicio, porque, de
largo —en el mismo Derecho Contemporáneo actual y en la doctrina— se coincide
en que “a cada parte le corresponde la carga de probar los hechos que sirven de
presupuesto a la norma que consagra el efecto jurídico pretendido por
ella (…)”.
Corresponde debatir las modalidades probatorias que propone el Proyecto, con
mente abierta y sin que ningún sector se atribuya, ni la hegemonía ni la
propiedad de la prueba: el único enfoque admisible es el que enfatice el mejor
medio de asegurar respuestas jurisdiccionales más justas para apuntar —como
propusiera Morello— a reemplazar al Estado de Derecho por el Estado de
Justicia.
Para resolver el conflicto entre Justicia y Seguridad, se han discurrido
diversas vías, destacando, entre ellas, la que persigue resolver la cuestión,
en función de las características del caso concreto: de allí que pueda
adherirse a la opinión de Montero quien —antes de reemplazar los
criterios de dogmática jurídica por los de la ideología política— sostenía que
“la carga de la prueba debe repartirse de modo que se estimule la actividad
probatoria de aquella de las partes a quien, en cada caso, la prueba resulte más
fácil (…)”
En esta tesitura se inscribe el denominado “Principio de facilidad de la
prueba”, con arreglo al cual “se debe colocar la carga respectiva en cabeza de
la parte que se encuentre en mejores condiciones para producirla”, lo que
importa referir el problema al caso concreto — jus litigatoris — prescindiendo
de criterios objetivos y abstractos, los que exponen al juez a dictar una
sentencia formalmente correcta, pero intrínsecamente injusta.
Es la aplicación de este principio lo que espanta a muchos y en nuestro país,
especialmente, a un conjunto de prosélitos deslumbrados por discursos
ideológicos en los que se termina atribuyendo ideas totalitarias a Calamandrei.
La ley se ha mostrado incapaz de pergeñar una solución adecuada para la
controversia entre Justicia y Seguridad, por lo que las miradas se vuelcan al
juez a quien hay que dotar de atribuciones suficientes, bajo un régimen que
asegure el oportuno conocimiento por las partes, a fin de evitar sorpresas y
someterlo a un adecuado control recursivo.
La fórmula permite, no sólo procurarse contra-prueba sino primordialmente
oponerse al criterio sustentado por el juez, contradiciendo las razones que le
llevaron a proponer una distribución de la carga probatoria, diferente a la
tradicional.
Lo más llamativo, empero es que la polémica promovida por los suscriptores del
“Documento” y de los así llamados “garantistas”, prescinde de todos los
factores éticos, e, incluso, de algunos de derecho positivo: ¿cómo oponerse al
criterio de exigirle al que tiene la prueba en su poder que la acompañe al
juicio?, ¿qué estatuto ético puede respaldar semejante afán de reticencia y
ocultamiento?, ¿es que el deber de actuar de buena fe en los juicios puede
soslayarse hasta el grado de justificar el esconder o silenciar la prueba de
que se dispone y que resulta decisiva para aclarar los hechos?
Algunos, han llegado a estimar que esta atribución conferida al juez, que
impone exhibir las pruebas a las que se llega con mayor facilidad, devendría en
un proceso “totalitario”, contrario a la libertad y a las garantías de las
personas, argumento ante el cual recuerdo lo que ha escrito Taruffo sobre el
sistema procesal inglés —sistema, confío que libre de toda sospecha de
totalitarismo—, sosteniendo que: “(…) es fácil concluir que el modelo
típico del proceso de common law está ahora constituido esencialmente de una
fase en la cual ambas partes, bajo la activa dirección del juez, aclaran los
términos de la controversia, adquieren a través de la discovery informaciones
sobre las respectivas defensas y sobre las pruebas que podrán ser empleadas (…)
Esta fase del procedimiento es esencialmente escrita, dirigida por el juez que
dispone al respecto de amplios poderes”.
De otro lado, si el afectado no tiene en su poder la prueba que se le pide,
¿cómo ignorar que el tribunal lo dispensara de acompañarla?
Finalmente, si el proceso civil es un instrumento de derecho público, aunque su
objeto sean derechos privados, ¿cómo desconocer que la modalidad propuesta
satisface de mejor forma los requerimientos de la Justicia?
A lo menos, en lo que se refiere a este punto, la crítica del “Documento” y de
otros, no parece ser coherente con la evolución del pensamiento jurídico en el
mundo occidental actual ni resulta posible admitirla en un país cuya
Constitución proclama, desde la partida, que el Estado está al servicio de la
persona humana y que su finalidad es promover el bien común.
* Raúl Tavolari Oliveros es ex presidente del Instituto Iberoamericano de Derecho
Procesal y profesor de Derecho Procesal en la Universidad de Chile.
Saludos
Se ha difundido, profusamente, un documento en el que se critican instituciones y modalidades que constituyen aspectos parciales del Proyecto de nuevo Código Procesal Civil.
La circulación de un trabajo de estas características —en adelante, “el Documento”— no puede sino ayudar a mejorar el resultado legislativo, porque todas las opiniones de buena fe, constituyen aportes que deben considerarse, aún a despecho de una suerte de altiva reacción que se intuye en los términos del que analizo, frente a lo que el redactor pareciera entender como la incursión del legislador, en feudo ajeno, sin anuencia del dueño.
En sabido que la acertada solución del conflicto sometido a la decisión jurisdiccional evita el riesgo, siempre latente, de la autotutela, práctica que si se difundiera, derribaría los cimientos de la convivencia pacífica.
Más de siglo y medio después de la entrada en vigencia del art. 1698 del C. Civil, parece difícil no advertir la clara limitación del precepto, cuyo afán regulador se agota, exclusivamente, en la prueba de las obligaciones y que “el Documento” parece olvidar cuando, sin matices, sostiene que “las reglas de la prueba son, ante todo, normas de derecho sustantivo (…)”.
Estas simples reflexiones conducen a una conclusión que, no por evidente, ha sido aceptada o incluso advertida por todos. Ella consiste, simplemente, en que el imperativo probatorio, que desde Goldschmidt, ya nadie duda en denominar “la carga de la prueba”, importa una actividad referida a los hechos del pleito y, no a las obligaciones.
Las normas procesales regulan la actividad que deben verificar los justiciables y el juez, ellas y no las civiles, determinan cómo se prueba. Ellas indican que no existen otros límites al empleo de medios de prueba, que aquellos que exigen rechazar los ilícitos y los proscritos por textos expresos de ley y, son estas mismas normas, las que confieren a los sentenciadores, las amplísimas facultades ponderadoras comprendidas en el actuar con sana crítica, por lo que sólo con un exceso de voluntarismo, se puede afirmar que las reglas de la prueba son de derecho sustantivo.
¿Cómo puede ser norma de derecho sustantivo, la que dispone que “todos los hechos y circunstancias pertinentes para la adecuada solución del conflicto sometido a la decisión del tribunal, podrán ser probados por cualquier medio obtenido, ofrecido e incorporado al proceso, en conformidad a la ley”?
Esta regla, común en nuestras leyes, reproduce la fórmula que la ley 18.857 introdujera al Código de Procedimiento Penal, incorporando el artículo 113 bis, que autoriza acreditar hechos “por cualquier medio apto para producir fe”
Los aspectos fundamentales esgrimidos para defender la militancia del derecho probatorio en el derecho sustantivo ya no persisten. No determina esta normativa civil, como antes, el valor de las pruebas, materia entregada al sano razonamiento judicial, realidad que el Proyecto recoge con la calificada excepción del instrumento público. Hoy se admiten todos los medios de prueba, salvo, los ilícitos, como se adelantara, ni tampoco corresponde al ámbito civil, establecer a quien corresponde probar los hechos del juicio, porque, de largo —en el mismo Derecho Contemporáneo actual y en la doctrina— se coincide en que “a cada parte le corresponde la carga de probar los hechos que sirven de presupuesto a la norma que consagra el efecto jurídico pretendido por ella (…)”.
Corresponde debatir las modalidades probatorias que propone el Proyecto, con mente abierta y sin que ningún sector se atribuya, ni la hegemonía ni la propiedad de la prueba: el único enfoque admisible es el que enfatice el mejor medio de asegurar respuestas jurisdiccionales más justas para apuntar —como propusiera Morello— a reemplazar al Estado de Derecho por el Estado de Justicia.
Para resolver el conflicto entre Justicia y Seguridad, se han discurrido diversas vías, destacando, entre ellas, la que persigue resolver la cuestión, en función de las características del caso concreto: de allí que pueda adherirse a la opinión de Montero quien —antes de reemplazar los criterios de dogmática jurídica por los de la ideología política— sostenía que “la carga de la prueba debe repartirse de modo que se estimule la actividad probatoria de aquella de las partes a quien, en cada caso, la prueba resulte más fácil (…)”
En esta tesitura se inscribe el denominado “Principio de facilidad de la prueba”, con arreglo al cual “se debe colocar la carga respectiva en cabeza de la parte que se encuentre en mejores condiciones para producirla”, lo que importa referir el problema al caso concreto — jus litigatoris — prescindiendo de criterios objetivos y abstractos, los que exponen al juez a dictar una sentencia formalmente correcta, pero intrínsecamente injusta.
Es la aplicación de este principio lo que espanta a muchos y en nuestro país, especialmente, a un conjunto de prosélitos deslumbrados por discursos ideológicos en los que se termina atribuyendo ideas totalitarias a Calamandrei.
La ley se ha mostrado incapaz de pergeñar una solución adecuada para la controversia entre Justicia y Seguridad, por lo que las miradas se vuelcan al juez a quien hay que dotar de atribuciones suficientes, bajo un régimen que asegure el oportuno conocimiento por las partes, a fin de evitar sorpresas y someterlo a un adecuado control recursivo.
La fórmula permite, no sólo procurarse contra-prueba sino primordialmente oponerse al criterio sustentado por el juez, contradiciendo las razones que le llevaron a proponer una distribución de la carga probatoria, diferente a la tradicional.
Lo más llamativo, empero es que la polémica promovida por los suscriptores del “Documento” y de los así llamados “garantistas”, prescinde de todos los factores éticos, e, incluso, de algunos de derecho positivo: ¿cómo oponerse al criterio de exigirle al que tiene la prueba en su poder que la acompañe al juicio?, ¿qué estatuto ético puede respaldar semejante afán de reticencia y ocultamiento?, ¿es que el deber de actuar de buena fe en los juicios puede soslayarse hasta el grado de justificar el esconder o silenciar la prueba de que se dispone y que resulta decisiva para aclarar los hechos?
Algunos, han llegado a estimar que esta atribución conferida al juez, que impone exhibir las pruebas a las que se llega con mayor facilidad, devendría en un proceso “totalitario”, contrario a la libertad y a las garantías de las personas, argumento ante el cual recuerdo lo que ha escrito Taruffo sobre el sistema procesal inglés —sistema, confío que libre de toda sospecha de totalitarismo—, sosteniendo que: “(…) es fácil concluir que el modelo típico del proceso de common law está ahora constituido esencialmente de una fase en la cual ambas partes, bajo la activa dirección del juez, aclaran los términos de la controversia, adquieren a través de la discovery informaciones sobre las respectivas defensas y sobre las pruebas que podrán ser empleadas (…) Esta fase del procedimiento es esencialmente escrita, dirigida por el juez que dispone al respecto de amplios poderes”.
De otro lado, si el afectado no tiene en su poder la prueba que se le pide, ¿cómo ignorar que el tribunal lo dispensara de acompañarla?
Finalmente, si el proceso civil es un instrumento de derecho público, aunque su objeto sean derechos privados, ¿cómo desconocer que la modalidad propuesta satisface de mejor forma los requerimientos de la Justicia?
A lo menos, en lo que se refiere a este punto, la crítica del “Documento” y de otros, no parece ser coherente con la evolución del pensamiento jurídico en el mundo occidental actual ni resulta posible admitirla en un país cuya Constitución proclama, desde la partida, que el Estado está al servicio de la persona humana y que su finalidad es promover el bien común.
* Raúl Tavolari Oliveros es ex presidente del Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal y profesor de Derecho Procesal en la Universidad de Chile.
Saludos
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